Ernesto "Che" Guevara en Tarata, el Mundo Nuevo, Diario de Una Visita y un Artículo Escrito por el Revolucionario Sobre Nuestra Tierra en Marzo de 1952



El presente post trata sobre la presencia de Ernesto Che Guevara en la Provincia Tacneña de Tarata. No entraré en detalles sobre la vida de este legendario líder revolucionario, a quien de paso admiro, sino, iré directamente a las pruebas que confirman este hecho.

En su Notas de Viaje Diario en Motocicleta, el Che describe su primer recorrido latinoamericano junto a su entrañable amigo Alberto Granado. Por aquel entonces Ernesto apenas superaba los 20 años y Granado pasaba con holgura las 3 décadas. Las Notas de Viaje detallan el recorrido de Guevara, desde su natal Argentina hasta su destino final, pero a nosotros nos interesa expresamente el tramo de Arica-Tacna-Puno (frontera Chile-Perú). Y dentro de ese recorrido los eventos desarrollados en su tránsito y estadia en Tarata. Y no lo contaremos nosotros, nos los contará el propio Che.

Tomaremos tres episodios del diario del Che para mostrar en contexto la historia. Acaba Chile, Tarata, el mundo nuevo y En los dominios de la Pachamama. Me hubiese gustado hacer de esto un ensayo, pero, no me ha sido posible, debido al tiempo. Los relatos originales digitales, pueden encontralos en la página web del Centro de Estudios Che Guevara, la Habana Cuba. Y el texto referido a Tarata Aquí.



Acaba Chile

Los largos kilómetros que median entre Iquique y Anca, transcurren entre subidas y bajadas continuas que nos llevaban desde mesetas áridas hasta valles en cuyo fondo corría un hilo de agua, apenas suficiente para permitir crecer a unos raquíticos arbolitos a su vera. En estas pampas de una aridez absoluta hace de día un calor bochornoso y refresca bastante al llegar la noche, características de todo clima desértico, por otra parte. Realmente impresiona el pensar que por estos lados cruzó Valdivia con un puñado de hombres, recorriendo cincuenta o sesenta kilómetros sin encontrar una gota de agua y ni siquiera un arbusto para guarecerse en las horas de más calor. El conocimiento del lugar por donde pasaran aquellos conquistadores, eleva automáticamente la hazaña de Valdivia y sus hombres para colocarla a la altura de las más notables de la colonización española, superior sin duda a aquellas que perduran en la historia de América, porque sus afortunados realizadores encontraron al fin de la aventura guerrera el dominio de reinos riquísimos que convirtieron en oro el sudor de la conquista. El acto de Valdivia representa el nunca desmentido afán del hombre por obtener un lugar donde ejercer su autoridad irrefutable. Aquella frase atribuida a César, en que manifiesta preferir ser el primero en la humilde aldea de los Alpes por la que pasaban, a ser el segundo en Roma, se repite con menos ampulosidad pero no menos efectivamente, en la epopeya de la conquista de Chile. Si en el momento en que el indómito arauco por el brazo de Caupolicán arrebatara la vida al conquistador, su último momento no hubiera sido rebasado por la furia del animal acosado, no dudo que en un examen de su vida pasada encontraría Valdivia la plena justificación de su muerte como gobernante omnímodo de un pueblo guerrero, ya que pertenecía a ese especial tipo de hombre, que las razas producen cada tanto tiempo, en los que la autoridad sin límites es el ansia inconsciente a veces que hace parecer natural todo lo que por alcanzarla sufran.

Arica es un puertito simpático que todavía no ha perdido el recuerdo de sus anteriores dueños, los peruanos, formando una especie de transición entre los dos países, tan diferentes a pesar de su contacto geográfico y su ascendencia común.

El morro, orgullo del pueblo, eleva su imponente masa de cien metros de altura cortada a pico. Las palmeras, el calor y los frutos subtropicales que se venden en los mercados le dan una especial fisonomía de pueblo del Caribe o algo así, totalmente diferente de sus colegas de algo más al sur.

Un médico, que nos mostró todo el desprecio que un burgués afincado y económicamente sólido puede sentir por un par de vagos (aun con título), nos permitió dormir en el hospital del pueblo. Temprano huimos del poco hospitalario lugar para ir directamente hacia la frontera y entrar en Perú. Antes nos despedimos del Pacífico con el último baño (con jabón y todo), lo que sirvió para despertar un dormido anhelo de Alberto: comer algún marisco. Y allí iniciamos la paciente búsqueda de almejas y otras yerbas por la playa en unos acantilados. Algo baboso y salado comimos, pero no distrajo nuestra hambre, ni satisfizo el antojo de Alberto, ni nos dio ningún placer de gourments porque las babas eran bastante desagradables y así, sin nada que las acompañara, peor.

Después de comer en la policía salimos a nuestra hora acostumbrada, a marcar el paso por la costa hasta la frontera; sin embargo, una chatita nos recogió y fuimos al puesto fronterizo cómodamente instalados. Allí nos encontramos con un aduanero que había trabajado en la frontera con la Argentina, de modo que conocía y comprendía nuestra pasión por el mate y nos dio agua caliente, bollitos y lo que es más, un vehículo que nos llevara hasta Tacna. Con el apretón de manos acompañado de una serie de ampulosos lugares comunes sobre los argentinos en Perú, con que nos recibió muy amablemente el jefe del destacamento, al llegar a la frontera, dimos el adiós a la hospitalaria tierra chilena.


Tarata, el mundo nuevo

Apenas unos metros nos separaban del puesto de la Guardia Civil que marca el final del pueblo y ya las mochilas nos pesaban como si hubiéramos centuplicado la carga. El sol picaba, y, como siempre, estábamos demasiado abrigados para la hora, aunque después pasaríamos frío. El camino subía rápidamente y poco tiempo después llegábamos a la pirámide que veíamos desde el pueblo, construida en homenaje a los caídos en la guerra contra Chile. Allí decidimos hacer nuestro primer alto y tentar suerte con los camiones que pasaran. Los cerros pelados, casi sin una mata, era todo lo que se veía en la dirección de nuestro camino; el apacible Tacna quedaba achicado aún más por la distancia, con sus callecitas de tierra y sus tejados rojizos. El primer “carro” produjo en nosotros la gran conmoción: hicimos seña tímidamente y ante nuestra sorpresa el conductor paró frente a nosotros. Alberto, encargado de las operaciones, explicó con palabras archiconocidas para mí el significado del viaje y pidió que nos llevara; el camionero hizo un gesto afirmativo y nos indicó que subiéramos atrás, en compañía de una montonera de indios; con nuestro equipaje a cuestas y locos de gusto nos disponíamos a trepar, cuando nos volvió a llamar:

—           ¿Ya saben, no?, hasta Tarata cinco soles. Alberto, furioso, le preguntó para qué nos decía que sí antes, si le habíamos pedido que nos llevara en forma gratuita. En forma gratuita él no sabía bien lo que era, peno hasta Tarata cinco soles...

—           Y todos serán como éste, — dijo Alberto—, pero en esa sencilla frase estaba concentrada toda la rabia que tenía contra mí, que había sido el promotor de la idea de salir a pie para atajar a los camiones en el camino y no esperarlo en la ciudad como él quería.
  
En ese momento la encrucijada era sencilla: o volvíamos atrás, que era declararse derrotados, o seguíamos adelante pasara lo que pasara. Nos decidimos por el último camino y seguimos la marcha. Que nuestro procedee no era del todo cuerdo lo hacían notar muy claramente el sol que se pondría dentro de poco y la ausencia total de señales de vida. Sin embargo, supusimos que tan cerca de la ciudad habría alguna que otra casita y ayudados por esta ilusión, seguimos viaje.

Ya era noche cerrada y no habíamos encontrado ningún signo de habitación, y lo peor era que no teníamos agua para hacer comida o un poco de mate. El frío arreciaba; el clima desértico de la zona y lo que habíamos trepado influían para apretar el “tornillo”. Nuestro cansancio era muy grande. Resolvimos tirar las mantas en el suelo y dormir hasta la madrugada. A tientas colocamos nuestras mantas, ya que la noche sin luna era muy oscura y nos arropamos lo mejor que pudimos.

A los cinco minutos Alberto me informaba que estaba yerto y yo le contestaba que más yerto estaba mi pobre cuerpo. Como no era eso un concurso de heladeras, resolvimos afrontar la situación y buscar algunas ramas raquíticas con que prender un fueguito y pusimos manos a la obra. El resultado fue prácticamente nulo: entre los dos conseguimos un manojo de ramas que hicieron un fuego tímido, incapaz de calentar nada. El hambre nos tenía molestos pero el frío mucho más, a tal punto que ya no podíamos estar recostados mirando las cuatro brasas de nuestro fogón. Hubo que levantar campamento y seguimos en la oscuridad. Al principio, para entrar en calor, iniciamos un paso ligero, pero nuestra respiración se hizo anhelosa al poco nato. Debajo de la campera sentía el sudor que me corría pero tenía los pies insensibles y el vientecito que daba en la cara cortaba como cuchillo. A las dos horas estábamos prácticamente rendidos; el reloj mancaba las 12:30 am. Calculando con mucho optimismo, nos quedaban cinco horas de noche. Nueva deliberación y nueva prueba a dormir con nuestras mantas. A los cinco minutos seguíamos viaje. Bien de noche era todavía cuando un faro se vio a lo lejos; no era cosa de entusiasmarse demasiado con las posibilidades de que nos alzara pero por lo menos podríamos ver el camino. Y así fue: un camión pasó indiferente a nuestros histéricos reclamos y su estela de luz alumbró un campo yermo, sin una mata o una casa. Después es todo confuso, cada minuto era más lerdo que el precedente, y los últimos tenían magnitud de horas. Dos o tres veces el lejano ladrido de algún perro nos dio algo de esperanza, pero la noche cerrada no mostraba nada y los perros se callaban o estaban en otra dirección.

A las seis de la mañana, alumbrados por la gris claridad de la madrugada avistamos dos ranchos juntos, a la orilla del camino. Los últimos metros los hicimos a paso de carga, como si no tuviéramos ningún peso en el lomo. Nunca nos pareció que nos atendieran con tanta amabilidad, ni el pan que nos vendieran junto con un pedazo de queso, tan bueno, ni el mate tan reconstituyente. Para esa gente sencilla, ante la que Alberto esgrimió su título de “doctor”, éramos una especie de semidioses. Según ellos venidos nada menos que de la Argentina, el maravilloso país donde vivía Perón y su mujer, Evita, donde todos los pobres tienen las mismas cosas que los ricos y no se explota al indio, ni se le trata con la dureza con que se lo hace en estas tierras. Tenemos que contestar miles de preguntas relativas a la patria y su modo de vida. Con el frío de la noche, todavía instalado en nuestros huesos, la imagen de la Argentina se convierte en una visión halagadora de un pasado de rosas. Seguidos por la amabilidad retraída de los “cholos” nos vamos hacia el lecho seco de un río que pasa cerca y allí tendemos nuestras mantas y dormimos acariciados por el sol que sale.

A las doce reiniciamos la marcha, con la moral alta, olvidados de las penurias de la noche pasada, para seguir el consejo del viejo Viscacha. El camino es largo, sin embargo, y pronto las interrupciones se suceden con notable frecuencia. A las cinco de la tarde nos paramos a descansar, mientras observamos indiferentementes la silueta de un camión que se va acercando; como siempre se dedicará al transporte del ganado humano, que es el negocio que más da. De pronto, ante nuestra sorpresa, el camión para y vemos al guardia civil de Tacna que nos saluda amablemente y nos invita a subir; por supuesto, la invitación no debió ser repetida muchas veces. Los aymaras nos miran con curiosidad pero no se atreven a preguntar nada; Alberto inicia conversación con varios de ellos que hablan muy mal el castellano. El camión sigue subiendo los cerros en medio de un panorama de una absoluta desolación, donde apenas los chunquis espinosos y raquíticos dan cierta apariencia de vida al ambiente. Pero, de pronto, el quejido con que el camión refunfuña por la trepada se troca en un suspiro de alivio y tomamos la horizontal. En ese momento entramos al pueblo de Estaque (Estique) y el panorama es maravilloso; nuestros ojos extasiados quedan un rato fijos en el paisaje que se extiende ante nuestra vista y enseguida tratamos de averiguar el nombre y el porqué de todas las cosas, peno los aymaras apenas si entienden algo y nos dan alguna que otra indicación en su embarullado castellano, lo que presta más emotividad al ambiente. Allí estamos en un valle de leyenda, detenido en su evolución durante siglos y que hoy nos es dado, ver a nosotros, felices mortales, hasta allí saturados de la civilización siglo XX. Las acequias de la montaña — las mismas que hicieran construir los incas para bienestar de sus súbditos— resbalan valle abajo formando mil cascaditas y entrecruzándose con el camino que desciende en espiral; al frente, las nubes bajas tapan las cimas de las montañas, pero en algunos claros se alcanza a ver la nieve que cae sobre los altos picos, blanquéandolos poco a poco. Los diferentes cultivos de los pobladores, cuidadosamente ordenados en los andenes, nos hacen penetrar en una nueva rama de nuestros conocimientos botánicos; la oca, la quinua, la canihua, el rocoto, el maíz, se suceden sin interrupción. Los personajes ataviados en la misma forma original que los del camión, están ahora en su escenario natural; visten un ponchito de lana ordinaria, de colores tristes, un pantalón ajustado que sólo llega a media pierna y unas ojotas de cáñamo o cubierta vieja de automóvil. Absorbiendo todo con nuestra mirada ávida seguimos valle abajo hasta entrar a Tarata, que en aymara significa vértice, lugar de confluencia, y que tiene bien puesto el nombre porque allí acaba la gran V  que forman las cadenas de montañas que lo custodian. Es un pueblito viejo, apacible, donde la vida sigue los mismos cauces que tuviera varios siglos atrás. Su iglesia colonial debe ser una joya arqueológica porque en ella además de su vejez se nota la conjunción del arte europeo importado con el espíritu del indio de estas tiernas.

En las callecitas estrechas del pueblo, con sus calles de empedrado indígena y de enormes desniveles, sus cholas con los chicos a cuestas... en fin, con tanta cosa típica, se respira la evocación de los tiempos anteriores a la conquista española; pero esto que tenemos enfrente no es la misma raza orgullosa que se alzara continuamente contra la autoridad del Inca y lo obligara a tener permanentemente un ejército sobre esas fronteras, es una raza vencida la que nos mira pasar por las calles del pueblo. Sus minadas son mansas, casi temerosas y completamente indiferentes al mundo externo. Dan algunos la impresión de que viven porque eso es una costumbre que no se puede quitar de encima. El guardia nos lleva a la policía y allí nos dan alojamiento y unos agentes nos invitan a comer algo. Recorremos el pueblo y nos acostamos un rato, ya que a las tres de la mañana salimos rumbo a Puno en un camión de pasajeros, que nos lleva gratis por conducto de la Guardia Civil.

En los dominios de la Pachamama

A las tres de la madrugada las mantas de la policía peruana habían demostrado su idoneidad sumiéndonos en un calorcito reparador, cuando las sacudidas del agente de guardia nos puso en la triste necesidad de abandonarlas para salir en el camión rumbo a Ilave. La noche era magnífica pero muy fría a manera de privilegio, nos dieron ubicación sobre unas tablas, debajo de las cuales la grey hedionda y piojosa de la que se nos quiso separar nos lanzaban un tufo potente pero calentico. Cuando el vehículo inició su marcha ascendente nos dimos cuenta de la magnitud del favor concedido: del olor no llegaba nada; difícil era que algún piojo fuera lo suficientemente atlético como para llegar al refugio, pero en cambio el viento golpeaba libremente contra nuestros cuerpos y a los pocos minutos estábamos literalmente helados. El camión trepaba continuamente de modo que el frío se hacía más intenso a cada momento; las manos tenían que salir del escondite más ó menos abrigado de la manta para evitar la caída y era difícil hacer el menor movimiento, porque nos íbamos de cabeza al interior de vehículo. Cerca del amanecer el camión se paró por la dificultad en el carburador que aqueja a todos los motores a esa altura; estábamos cerca del punto más alto del camino, es decir a casi 5 000 metros; el sol se anunciaba por alguna parte y una claridad borrosa remplazaba la oscuridad total que nos había acompañado hasta esos momentos. Es curioso el efecto psicológico del sol: todavía no aparecía en el horizonte y ya nos sentíamos reconfortados, sólo de pensar en el calor que recibiríamos.

A un costado de la carretera crecía un enorme hongo de forma semiesférica -único vegetal de la región- con el que prendimos un fueguito muy malo, pero que sirvió para calentar el agua obtenida de un poco de nieve. El espectáculo ofrecido por nosotros dos tomando el extraño brebaje debía parecerle a los indios tan interesante como ellos a nosotros con sus típicas vestimentas porque no dejaron un momento de acercarse a inquirir en su media lengua la razón que teníamos para echar el agua en ese raro artefacto. El camión se negaba redondamente a llevarnos de modo que tuvimos que hacer como tres kilómetros a pie entre la nieve. Era algo impresionante ver cómo las callosas plantas de los indios hollaban el suelo sin darle la menor importancia al hecho mientras nosotros sentíamos todos los dedos yertos por causa del intenso frío, a pesar de las botas y medias de lana. Con el paso cansino y parejo, trotaban como las llamas de un desfiladero, de uno en fondo.

Salvado el mal trance, el camión siguió con nuevos bríos y pronto franqueamos la parte más alta. Allí había una curiosa pirámide hecha de piedras irregulares y coronada por una cruz; al pasar el camión casi todos escupieron y uno que otro se persignó. Intrigados, preguntamos el significado del extraño rito pero el más absoluto silencio fue la respuesta.

El sol calentaba algo y la temperatura era más agradable a medida que descendíamos, siempre siguiendo el recorrido de un río que habíamos visto nacer en la cumbre y ya estaba bastante crecido. Los cerros nevados nos miraban desde todos los puntos, y manadas de llamas y alpacas observaban indiferente el paso del camión, mientras alguna incivilizada vicuña huía rápidamente de la presencia turbadora.

En un alto, de los tantos que hicimos en el camino, un indio se acercó todo tímido hasta nosotros acompañado de su hijo que hablaba bien el castellano y empezó a hacernos preguntas de la maravillosa tierra “del Perón”. Con nuestra fantasía desbocada por el espectáculo imponente que recorríamos, nos era fácil pintar situaciones extraordinarias, acomodar a nuestro antojo las empresas “del capo” y llenarle los ojos de asombro con los relatos de edénica hermosura de la vida en nuestra tierra. El hombre nos hizo pedir un ejemplar de la constitución Argentina con la declaración de los derechos de ancianidad, lo que le prometimos con singular entusiasmo. Cuando seguimos el viaje, el indio viejo sacó de entre sus ropas un choclo muy apetitoso y nos lo ofreció. Rápidamente dimos cuenta de él con democrática división de granos para cada uno.

Al mediar la tarde, con todo el cielo nublado lanzándonos su peso gris sobre la cabeza, atravesamos un curioso lugar en el que la erosión había transformado las enormes piedras del borde del camino en castillos feudales con torres almenadas, extrañas caras de mirar turbador y cantidad de monstruos fabulosos que parecían custodiar el sitio, cuidando la tranquilidad de los míticos personajes que sin dudas lo habitarían. La tenue llovizna que azotaba nuestras caras desde un rato antes, empezó a tomar incremento y se convirtió poco a poco en un buen aguacero. El conductor del camión llamó a los “doctores argentinos”, y nos hizo pasar a la “caseta”, es decir a la parte delantera del vehículo, el summun de la comodidad en esas regiones. Allí inmediatamente nos hicimos amigos de una maestro de Puno a quien el gobierno había dejado cesante por ser aprista. El hombre, que tenía sangre indígena, además de aprista, lo que para nosotros no representaba nada, era un indigenista versado y profundo que nos deleitó con mil anécdotas y recuerdos de su vida de maestro. Siguiendo la voz de su sangre había tomado parte por lo aymaras en la discusión interminable que conmueve a los estudiosos de la civilización de la región en contra de los coyas a quienes calificaban de ladinos y cobardes. El maestro nos dio la clave del extraño proceder de nuestros compañeros de viaje: el indio deja siempre a la Pachamama, la madre tierra, todas sus penas, al llegar a la parte más alta de la montaña, y el símbolo de ella es una piedra que va formando las pirámides como la que habíamos visto. Ahora bien, al llegar los españoles como conquistadores a la región, trataron inmediatamente de extirpar esa creencia y destruir el rito, con resultados nulos; los frailes decidieron entonces “correrlos para el lado que disparan” y pusieron una cruz en la punta de la pirámide. Esto sucedió hace cuatro siglos (ya lo narra Garcilaso de la Vega), y a juzgar por el número de indios que se persignaron, no fue mucho lo que ganaron los religiosos. El adelanto de los medios de transporte ha hecho que los fieles reemplacen la piedra por el escupitajo de coca, donde sus penas adheridas van a quedarse con la Pachamama.

La voz inspirada del maestro adquiría sonoridad extraña cuando hablaba de sus indios, de la otrora rebelde raza aymara que tuviera en jaque a los ejércitos del inca y caía en profundos baches al referirse al estado actual del nativo idiotizado por la civilización y sus compañeros impuros -sus enemigos acérrimos- los mestizos, que descargan sobre ellos todo el encono de su existencia entre dos aguas. Hablaba de la necesidad de crear escuelas que orienten al individuo dentro de la sociedad de que forma parte y lo transforme en un ser útil, de la necesidad de cambiar todo el sistema actual de enseñanza que, en las pocas oportunidades en que educa completamente a un individuo (que lo educa según el criterio de hombre blanco), lo devuelve lleno de vergüenza y rencores; inútil para servir a sus semejantes indios y con desventaja para luchar en una sociedad blanca que le es hostil y que no quiere recibirlo en su ceno. El destino de esos infelices es vegetar en algún oscuro puesto de la burocracia y morir con la esperanza de que algunos de sus hijos, con milagrosa acción de “la gota” conquistadora que ahora llevan en su sangre, consiga llegar a los horizontes que él anheló y que llega hasta el último momento de su vida. En las extrañas flexiones de la mano convulsa se adivina toda la confesión del hombre atormentado por sus desdichas y también el mismo afán que él atribuía al hipotético personaje de su ejemplo. ¿Acaso no era el típico producto de una “educación” que hiere a quien la recibe de favor, sólo por el afán de demostrar el mágico poder de aquella (gota), aunque esta sea la que porta una mestiza indígena vendida a los dineros de un cacique o provenga de una violación que el señor borracho se dignó ejercer sobre su criada indígena?

Pero ya el camino acababa y el maestro dejó su charla. Tras una curva cruzamos el puente sobre el mismo anchuroso río que en la madrugada fuera un arroyito. Ilave estaba allí.


* Esta es la prueba más grande del paso de Che Guevara y Alberto Granado por Tarata (Tacna). La foto que da inicio a este post posiblemente fue tomada en las alturas del nevado conocido por los tarateños como Livine. Quienes lo acompañan en la foto, son ciudadanos de puno y muy posiblemente comerciantes bolivianos, que usaban esta ruta comercial antiguamente. Guevara escribe sobre los pobladores originarios de sur del Perú, desde la óptica de un joven occidental que por primera vez descubria a estos seres extraños, a quienes occidente llamaba peyorativamente "indios". Posteriormente llegaría a comprender y apreciar la cultura andina durante su estancia en Machu Picchu.

Ahora nos toca hacer un mural recordatorio del Che Guevara en Tarata, ofrezco parte del frontis de mi casa. Gracias por su lectura.

Génesis de la Hormiga y sus Crónicas Banales para la Colonia de Humanos que Habitamos los Suburbios del Reino del Samsāra


Hola y bienvenid@ a las Crónicas de la Hormiga, hoy es el día 1 de este blog que espero llegue a sobrepasar mi propia existencia y la de la hormiga, aunque creo que el formícido vivirá más. Después de tantas vueltas y revueltas finalmente me anime a crear este blog, que de seguro exigirá también algo de mi multisegmentado tiempo. Total, ya creamos a la criatura, así que no nos quedará más que alimentarla por muchos años, con nuestras líneas y sus comentarios.

El blog no tiene un patrón en particular, iremos avanzando de acuerdo a los temas que nos vayan interesando o creamos que a alguien más a parte de nosotros le puedan interesar y ser de su ayuda. Aunque el blog nace en Tacnita, el espíritu es elementalmente Tarateño, por obvias y grandiosas razones.

Si me preguntas por que él nombre, pues el origen lleva a una historia acontecida hace muchisimos años atrás en las postrimerias de mi adolescencia. En aquellas fechas yo y dos amigos más conduciamos un programa radial denominado Utopia Cultural en la Provincia de Tarata, por razones enmarañadas del destino la trilogía se quebró y cada quien según sus pasos y fortuna siguio recorriendo su destino. Olvidaba decir que de aquella maravillosa época nos sigue acompañando nuestra terca y sufrida Asociación de Artistas Poetas y Escritores "Tinta Sur", nuestro párvulo de aquella concepción, embarazo y parto cultural de adolescentes, quizas el único concebido en toda la historia de nuestra tierra a la fecha.

Nuestro paso por la radio se hizo hobby, vicio y después necesidad, ¿y como no extrañar hacer Utopia Cultural?. Una parte de la trilogia continuo con el proyecto Utopia Cultural, y la verdad fue bueno que así sucediera. Nueva sangre paso también por el programa. Así, en mi exilio cultural y mediático,  fragüe la manera de volver a hacer un programa radial, pero de un corte más amplio que sólo el aspecto cultural, literario y artistico. Allí nacio el proyecto Crónicas de Hormiga, nunca pudo ver la luz por razones laborales, hasta hoy, en otro medio y formato. Ups, que flashback se me viene a la mente recordando todas las vivencias de aquella época, creo que la canción que cerro aquella etapa de mi vida es esa que esta a continuación de este párrafo, buena Pedrito Suarez Vertiz, gracias a ti tengo una canción que podré escuchar hasta de viejito.


Ya conoces algo de mi, del sentido de este blogcito y sobre el nacimiento de la hormiga. Asi que visitanos cuando te den ganas de visitarnos, cuando quieras hacer tiempo o por puro hueving. Ya te dejo, porque ya tengo que hacer lo que millones de hormigas hacen en el mundo, salvo las reynas, "trabajar"...

Nos vemos. Bye... Hasta el infinito y más allá...